Susana Cavallero 2024-10-11T06:33:00.000ZLágrimas
En el libro Dicen y Cuentan, obra que nuclea trabajos de escritores montenses, Susana Caballero, una de ellas, presentó "Lágrimas", un relato cargado de emotividad. A través de la historia de Quilpán y Ahuna, la autora retrata cómo el dolor colectivo de una comunidad indígena, frente a la tragedia, da lugar a un charco de lágrimas que transforma el paisaje, simbolizando la unión en el sufrimiento y la memoria compartida.
Hace mucho, muchos años, este pueblo no era pueblo, solo una toldería de indios pampas que vivían cazando animales salvajes, ñandúes y roedores pequeños para sobrevivir, y de lo poco que daba la tierra. Tenían que defenderse de las pestes y de los indios de otras tribus que venían de atrás de la cordillera, queriendo quedarse con sus tierras.
Quilpán era el hijo del cacique de la comunidad, un joven valeroso y fuerte que peleaba y cazaba con el mismo ímpetu con que velaba por los intereses de la tribu y por mantener unida a su gente.
Quilpán estaba enamorado de Ahuna, una jovencita morena de largos cabellos cobrizos. Ella le correspondía de igual manera y ya habían realizado los acuerdos con sus respectivos padres para el casamiento, pero era época de enfrentamientos con los indios de la cordillera, y Quilpán, una aciaga tarde, muere en la batalla. Lavan sus heridas, lo acuestan en la tierra con sus mejores vestimentas y lo rodean. Las indias de su alrededor lloran desconsoladas.
Ahuna no se alejaba de Quilpán, era el alma lo que sentía por él. Tal era el dolor que le desgarraba el alma, que se arrodillaba a su lado y lloraba de tal manera que fue formando un charco grande en el suelo. Las demás mujeres solteras de la tribu comenzaron a acompañarla en su dolor y a llorar con ella, la abrazaban y fueron formando un círculo estrechando sus brazos. A las mujeres jóvenes se sumaron las indias casadas, luego las ancianas; todas lloraron sin parar durante mucho tiempo. Lloraron lágrimas cristalinas y amargas, y la rueda cada vez se hacía más y más grande, y llegó a formar un círculo inmenso en esas llanuras sin fin. Como en un cortejo fúnebre, lloraron miles y miles de días y noches, y cantaron su dolor, y sus lamentos se perdían a lo lejos.
Las lágrimas caídas comenzaron a formar un charco que no se secaba, el viento las estremecía levantando oleajes y la época de las lluvias contribuyó a agrandar cada día el charco de agua.
Todas esas mujeres, unidas por un dolor extremo, sin comer ni beber, se fueron secando hasta morir bajo el ardiente sol y el frío de las noches, sus brazos morenos entrelazados formaron el contorno de la laguna, y los cabellos gruesos y largos se enredaron y enterraron en la ribera, transformándose en raíces fuertes que dieron paso al crecimiento de los montes de las tierras espinosas.
Los lamentos de las indias resonaban en toda esa inmensa llanura: ¡Ahuna, Ahuna, Ahuna! Y con el paso del tiempo, los hombres y los niños de la tribu, solos, veían con espanto cómo las indias no volvieron a sus toldos ni de día ni de noche. Desaparecieron, y el gran charco comenzó a crecer hasta inundar el campamento, por lo que debieron levantar el toldo y moverse, abandonando el lugar que había sido devastado por tanto dolor latente. Cansados y temerosos, comenzaron a señalar con asombro el lugar, recordando que las lágrimas de las mujeres habían dado forma a esa inmensa laguna. De ahí en más, se oyó en el viento un eco que repetía: ¡Ahuna, Ahuna!, con ¡laguna, laguna, laguna!, nombre con que quedó el charco.
Quilpán no fue el único en morir, pero sí el más llorado, ya que él, junto con otras pérdidas, representaba la esperanza del pueblo en un futuro de paz y prosperidad. Las mujeres, arrasadas por la desesperanza, no encontraron consuelo ni en sus ancianos ni en los espíritus que solían invocar en tiempos de duelo. La madre de Quilpán fue la última en unirse al círculo de dolor, ya marchita y sin fuerzas, pero determinada a acompañar a su hijo en su viaje final.
Los guerreros que regresaron de la batalla intentaron retomar la vida cotidiana, pero la ausencia de las mujeres y el creciente charco de lágrimas alteraron el equilibrio de la comunidad. Finalmente, decidieron abandonar la toldería, dejando atrás ese lugar que, alguna vez, fue un hogar, y que ahora se transformaba en un símbolo perpetuo de tristeza.
Con el paso de los años, la laguna creció y se convirtió en una referencia para los viajeros que cruzaban esas tierras desoladas. Nadie más habitó ese rincón de la pampa, pues se decía que en las noches de luna llena se podían escuchar los lamentos de las mujeres, un eco que parecía provenir del mismo corazón del agua.
Así, el charco de lágrimas se fue transformando, tomando la forma de una laguna que aún hoy, bajo el sol y el viento, guarda en sus profundidades el recuerdo de un amor perdido y un pueblo desaparecido. Los lugareños la llaman "Laguna de las Lágrimas", y su historia continúa viva en el murmullo de las hojas que rodean sus orillas.